Perseguidera Dmente

sábado, 13 de noviembre de 2010

Savoir faire... ou contraire.

Acto I:

Cuando mi cuñada y hermano se embarazaron hace casi 2 años, nos hicieron muy felices. Sobre todo a mí, a quien tuvieron el tupé de nombrar madrina. De inmediato comenzó el furor por idear/bordar/tejer/hacer/comprar las cosas de bebé más cuchis. Recuerdo que en General Import encontramos una andadera genial: con centro de actividades (conjunto de perolitos de colores y sonidos para volver locos a los padres/cuidadores). Mamá y yo hicimos nuestra respectiva mega cola para pagar, con nuestra mega caja, contentiva del mega armatoste verde manzana, un osito blanco de peluche y una linda muñeca de trapo bajo el brazo de cada una.
Con nuestra proverbial paciencia, herencia de nuestra rama familiar tibetana y tras casi 25 minutos de avanzar MUY lentamente, llegamos a dos clientes de la caja (cuya formación en L dificultaba que los clientes supieran cuando las cajas a la vuelta de la esquina estaban desocupadas), cuando escuché un "el que sigue" gritadito y acompañado de dos sonoros y malcriados golpes al mostrador. 
En un tiempo incalculablemente breve y a velocidad macht 5, dejé a mi mamá sin osito bajo el brazo, sola y viendo la estela de polvo dejado por mí al volar a donde había sido llamada. Con dos sonoros golpes al mostrador le dí, en el mismo tono insolente, las buenas tardes al cajero, quien me miró de hito en hito, desarmado ante mi respuesta. De inmediato tendría al gerente detrás, preguntándole al cajero qué sucedía. Giré para mirar a un pigmeo a quien pude, yo que soy bajita, mirar de tú a tú a los ojos y echarle el cuento de mi indignada desventura clienteril. 
El gerente se deshizo en excusas... y descuentos.  

Acto II
Durante mi período azul musical, en el cual canté en español antiguo, latin, alemán e inglés, música  muy bella (empezando por las hermosísimas piezas de Don Juan de la Encina), ensayábamos cual total tortura una misa de Federico Ruíz, ante quien cantaríamos en breve. Con nuestra jefe de cuerda quedamos en encontrarnos en el Arturo´s de Sabana Grande. 
Fiel a mi mala costumbre de llegar tarde y por no haber visto la puta partitura desde que me la entregaron, entré al restaurant resaltador en mano, dispuesta a asegurar, al precio de un café, una mesa de trabajo por el poco tiempo que le tomaría llegar al resto de la armónica parvada.
Como eran las dos de la tarde de un día laboral y mitad de quincena, no había mucha gente. Sin embargo y a fin de no perder la costumbre, había 3 personas en fila ante la caja. Compré mi ticket y seguí. 
Al llegar a la barra, parecía uno de esos corredores de la bolsa de valores que uno ve en la tele: con el papelito blanco en la mano, el brazo estirado, mi educación clase media a cuestas y un rótulo de pendeja honoris causa en la frente, intenté llamar la atención de algún dependiente, sin que nadie me atendiera: "Hey, disculpa" "Psst, jóven" "Oiga señor.." y nada.
Defraudada, bajé el brazo suspirando. Qué vaina cuando el cliente es transparente, pensé. Yo siempre pensando pendejadas como diría mi madre, pensé. Qué pantalones tan feos lleva esa pana, pensé. Qué distraída soy, pensé.
De repente, con una aureola de guevón importante, con sus camisitas-blancas-mangas-cortas-con-corbata (epítome del mal gusto, legado de nuestros visitantes mormones), apareció el gerente, a quien pregunté la hora. Las 2 y diez, respondió. Perfecto, llevo 10 minutos esperando por un café, respondí, tendiéndole la factura.
Mil disculpas más tarde, con un café hecho por el encorbatao-manga-corta y una torta de queso a cuenta de la casa... me hice la promesa solemne de no volver a uno de esos sitios, ni bajo amenaza de muerte.