Las anécdotas aquí reseñadas no
son producto de mi afiebrada imaginación. Se los advierto de una porque no quiero ni brincos ni saltos y si van a pegarlos, no se lastimen. Puede que en vez de una sonrisa, les saque una mueca. Ustedes verán: avisados quedáis.
Una mañana cualquiera, Karen dejó
a su mamá dinero para comprar “el salado” del día, como le decimos en Venezuela
a la parte “proteica” de nuestra comida. El entrecomillado es mío, porque poner
proteínas en un plato es cada vez más difícil, producto de la escasez y los
precios que suben de semana en semana. Esa vez, tratábase de pollo.
Al llegar del trabajo y sentarse
a la mesa, su madre le puso en frente un plato con arroz blanco, tajadas de
plátano frito y un fragante guiso en salsa de tomates con trocitos de papas y
zanahorias. Pese a que lo buscó bien buscado con el tenedor, el ingrediente
principal no dijo ni pío.
Con algo de incredulidad le
preguntó a su mamá dónde estaba el dichoso protagonista de la mitad de este
post. La doña respondió que debía comprar Celestoderm,
una crema que le había recetado el médico. Y como no alcanzaba para ambos, optó
por lo urgente en vez de lo necesario. Benditas sean las madres.
Del buen humor caraqueño del que
es buena muestra Karen y producto de una genialidad que transcribo
humildemente, nació para la posteridad este plato llamado Pollo a la
Celestoderm.
Esto lo saca mi memoria a
colación con una sonrisa irónica, producto de otra invención gastronómica de propia cosecha (eso sí debería llevar comillas en un país con agricultura de puertos...).
Negada como estoy a comer “piedras
fritas” como pidió el gobernador del estado Bolívar durante su programa de
radio de los martes hace algunos días, pero con medios insuficientes para
llevarle cualquier contraria, no me quedó otro remedio en la nevera.
Los huesitos ahumados son
misteriosos huesos (nadie tiene certeza si son de cerdo realmente, así que las
amas de casa hacemos a un lado la alarma creepy que suena en nuestra cabeza y dale pa´
lante), con ínfimos trocitos de carne, algo de grasa y sabor ahumado, que a 650
Bs. el kilo (precio para esta semana) solemos comprar para guisar granos: garbanzos, caraotas negras y rojas,
lentejas… de esos que ya no se ven en los mercados desde marzo.
Así pues y teniendo en cuenta que
lo que quedaba para almorzar las dos que quedamos en casa era una milanesa de
pollo, decidí cortarla en trocitos para hacer un arroz con pollo al que
resbalaron algunos de los huesitos en cuestión, convirtiéndose por ende en otra
cosa: Arroz al huesito.
Quita, Yottam Ottolenghi… Háblame de innovación.
Yo, la verdad, prefiero estar frente a una impresora en ese momento, pero no tengo tinta.
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